miércoles, 27 de abril de 2011

Sólo tenía claro dos cosas. Tenía 29 años y estaba escribiendo cada vez peor. El mundo, ese cubículo odioso donde fuimos expulsados desde nuestras respectivas vaginas maternales, se estaba poniendo, ahora sí, decididamente feo. ¿De qué podía escribir a los 29 años? se dijo. Era imposible. Cada cosa que leía en su archivo le sonaba adolescente. Aún así lo intentó. Se limpió la boca, se rascó los ojos. Luego los abrió. La luz que entraba por la ventana entreabierta no era suficiente, entonces tanteó el terreno con los pies. Llegó hasta la puerta y pasó al living. Deben ser las dos de la tarde, pensó, pero no se molestó en revisar su reloj. Ese día no tenía que trabajar y eso era algo bueno. Se sentó y escribió: -quiero escribir / no puedo escribir / de qué voy a escribir a los 29 años. No se puede. Es el fin. Es el fin del algo - es el comienzo de la muerte. No se puede escribir a los 29 años. Y si lo hago ¿Con qué objeto? ¿Para precipitarme mejor? ¿Para dejar evidencia? ¿Para jugar al investigador privado conmigo mismo? La boca de V se puso marchita, yo lo supe, lo vi pasar río abajo, la pendiente inclinada, lo suficientemente (inclinada para ser) mortal-. Alejó los ojos de la pantalla. Le dolían. No le gustó lo que leyó. Demasiado lastimero y había cosas realmente terribles que pasaban en el mundo. Mientras él se quejaba por cumplir años, había una mujer que posiblemente no podría cumplir más. Ella pensaba en la muerte, en los años que no cumpliría. Dos tipos le sujetaban los brazos y las piernas, mientras un tercero le rebanaba el clítoris con una lata oxidada. Asuntos de estado, supuso A desde la comodidad de su casa. Y yo en esto, pensó. Qué mal. Qué idiota. Decidió concentrarse en sí mismo sin resultar demasiado indolente ni lagrimoso. Miró a su alrededor. Estaba solo por imbécil. Fue al baño y se lanzó agua en la cara. Vio caer las gotas en cámara lenta hacia el lavamanos. Es como una escena de película, pensó. Le causó gracia pensar en un drama. Volvió a la mesa, se sentó e intentó de nuevo. Sería lo último: -Condenado a la soledad, soy un bicho raro que se encoge sobre sus patas traseras y se muerde la cola y se come la cola y sigue con intestinos y demases río adentro. La tarde caía templada, el sol caía templado, vaya a saber uno que significa que algo se temple, templaba Pedro Juan Gutiérrez bajo la luz de la luna habanera, pero ese es otro cuento. Yo estaba sentado frente a la ventana mirando el puerto, los ojos puestos en punto alguno, tras de mí algo sonaba y era probable que fuera mi propio dolor de oídos-.

miércoles, 13 de abril de 2011

Le pidió perdón por sus crisis suicidas, colgó el teléfono y se quedó dormido. Era una estupidez. No lo haría, no tenía las agallas. Por lo demás había demasiados discos por escuchar, demasiadas buenas películas por ver, algunos buenos poemas, un par de cuentos sobre el velador, posibles mujeres que serían folladas sin amor, o con. Lo de los discos lo dificultaba todo. Había muchos discos viejos que aún no había escuchado y había muchos buenos discos que saldrían en el futuro. Todavía no había visto todas las películas de Kubrick y tenía en un cajón un vinilo de Nick Drake, casi nuevo, pero no tenía toca vinilos y mientras no consiguiera uno, la idea del suicidio seguía siendo una idiotez redundante, patética y triste. Pero independientemente de todos los discos, los libros, las películas y las mujeres, lo que hacía falta eran las agallas, la decisión, en verdad lo que hacía falta era una dosis precaria de seriedad, dejar de dar jugo, dejar de hablar y empezar a hacer de una puta vez ese último acto. Pero él hablaba, se dejaba ir, mentía. Luego todo parecía un mal chiste. Alguien se rió esa noche. Él recordó las frases de esa especie de escritor fantasma: *****. En alguna parte lo había leído: intentos de salir disparado por la ventana, intentos de salir disparado del propio cuerpo, salir por las uñas, por el pelo, abandonarse, salir del envoltorio, reventarse hacia afuera a través de las córneas. No era un buen consejo, pero recordó y recordó; unió pedazos de vida, libros leídos y se fue poniendo profundamente nostálgico con el correr de las horas. Despertó con sed y con la vejiga a punto de reventar. Se paró, fue al baño, se mojó la cara y se miró al espejo. Ese soy yo, pensó, y no le gustó devolverse a sí mismo esa mirada. Su teléfono volvió a sonar. Un amigo lo invitaba a ver un documental sobre el Shock, ese invento terrible en el que todos estábamos sumergidos como idiotas. Ok, dijo, voy bajando, no tengo nada que hacer, tengo que trabajar mañana recogiendo la basura de las casas vecinas, dijo, estudié 5 años para recoger la basura de las casas vecinas, dijo. Abrió la puerta y tuvo frente a sus ojos una panorámica bastante romántica de Valparaíso, pero su vida no era lo suficientemente romántica, por momentos se ponía incluso surrealista o algo por el estilo. Bajó. El viento helado de la bahía le rebotó en la cara como una patada mortal. Cuando llegó, pusieron agua en la cocina y se sentaron frente a la pantalla. Éramos como hormigas, cada día se daba más cuenta de eso. No seríamos sujetos históricos, eso significaba la muerte, y nosotros no queríamos morir, queríamos aferrarnos a la vida, a cada mínima posibilidad de estar vivos, respirando bajo el sol, o con el viento helado pegando en la cara, había muchos discos por escuchar, él lo sabía, un par de buenas películas, se animó. Fue a la cocina y preparó dos tazas de té. Volvió y pegó sus ojos en la pantalla: caían bombas en Bagdad, una niña comía basura en la franja de Gaza, dos tipos metían en un auto a un viejo y la imagen sepia se iba a negro mientras lo molían a palos. El agua estaba muy caliente y se quejó por eso.