miércoles, 13 de abril de 2011

Le pidió perdón por sus crisis suicidas, colgó el teléfono y se quedó dormido. Era una estupidez. No lo haría, no tenía las agallas. Por lo demás había demasiados discos por escuchar, demasiadas buenas películas por ver, algunos buenos poemas, un par de cuentos sobre el velador, posibles mujeres que serían folladas sin amor, o con. Lo de los discos lo dificultaba todo. Había muchos discos viejos que aún no había escuchado y había muchos buenos discos que saldrían en el futuro. Todavía no había visto todas las películas de Kubrick y tenía en un cajón un vinilo de Nick Drake, casi nuevo, pero no tenía toca vinilos y mientras no consiguiera uno, la idea del suicidio seguía siendo una idiotez redundante, patética y triste. Pero independientemente de todos los discos, los libros, las películas y las mujeres, lo que hacía falta eran las agallas, la decisión, en verdad lo que hacía falta era una dosis precaria de seriedad, dejar de dar jugo, dejar de hablar y empezar a hacer de una puta vez ese último acto. Pero él hablaba, se dejaba ir, mentía. Luego todo parecía un mal chiste. Alguien se rió esa noche. Él recordó las frases de esa especie de escritor fantasma: *****. En alguna parte lo había leído: intentos de salir disparado por la ventana, intentos de salir disparado del propio cuerpo, salir por las uñas, por el pelo, abandonarse, salir del envoltorio, reventarse hacia afuera a través de las córneas. No era un buen consejo, pero recordó y recordó; unió pedazos de vida, libros leídos y se fue poniendo profundamente nostálgico con el correr de las horas. Despertó con sed y con la vejiga a punto de reventar. Se paró, fue al baño, se mojó la cara y se miró al espejo. Ese soy yo, pensó, y no le gustó devolverse a sí mismo esa mirada. Su teléfono volvió a sonar. Un amigo lo invitaba a ver un documental sobre el Shock, ese invento terrible en el que todos estábamos sumergidos como idiotas. Ok, dijo, voy bajando, no tengo nada que hacer, tengo que trabajar mañana recogiendo la basura de las casas vecinas, dijo, estudié 5 años para recoger la basura de las casas vecinas, dijo. Abrió la puerta y tuvo frente a sus ojos una panorámica bastante romántica de Valparaíso, pero su vida no era lo suficientemente romántica, por momentos se ponía incluso surrealista o algo por el estilo. Bajó. El viento helado de la bahía le rebotó en la cara como una patada mortal. Cuando llegó, pusieron agua en la cocina y se sentaron frente a la pantalla. Éramos como hormigas, cada día se daba más cuenta de eso. No seríamos sujetos históricos, eso significaba la muerte, y nosotros no queríamos morir, queríamos aferrarnos a la vida, a cada mínima posibilidad de estar vivos, respirando bajo el sol, o con el viento helado pegando en la cara, había muchos discos por escuchar, él lo sabía, un par de buenas películas, se animó. Fue a la cocina y preparó dos tazas de té. Volvió y pegó sus ojos en la pantalla: caían bombas en Bagdad, una niña comía basura en la franja de Gaza, dos tipos metían en un auto a un viejo y la imagen sepia se iba a negro mientras lo molían a palos. El agua estaba muy caliente y se quejó por eso.

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