miércoles, 30 de marzo de 2011

Un hombre busca trabajo. Se afeita, intenta vestirse bien, toca una puerta y entonces empieza a luchar consigo mismo, con su dislexia, con sus temblores, sus desconcentraciones habituales. Mira a la directora y piensa en unas piernas largas que se convierten en otra cosa, piensa en una pelota que gira, en unos ojos rojos, la directora pregunta, él asiente, no sabe con certeza de que se trató aquella pregunta, pero asiente, si, dice, si, es un acto mecánico, un lanzallamas eternamente activado hace la vida imperceptiblemente más fácil, si si si, dice, y entonces sale de la habitación, está salvado, el sol está alto, la reunión a durado un buen tiempo. En el despacho, frente a la secretaria, otro aspirante se anota en una hoja larguísima plagada de nombres; tras dos horas de intensa conversación, abandona el lugar campante, en sus pasos se adivina otra cosa, una actitud ganadora, es posible que pase a tomar un café en el almacén de la esquina y luego disque *** en un teléfono público para confirmar la hora de una próxima entrevista con el diablo o con la vida, es decir, con una continuación permanente hacia un punto inexacto. A pesar de su sonrisa piensa en la muerte, en el frio de otoño que baja hacia Viña intuye alguna conexión con la muerte, es un hombre sensible, es un poeta, entonces piensa en la muerte con calculada seguridad. Cuelga el teléfono, el camino está despejado: va. Su pasos campantes lo llevan por ahí: es una hormiga que cruza y cruza avenidas, seguro de sí mismo, protagonista incalculable de su propia filmografía, eso es bueno, dice, eso es muy bueno, se consuela, si los satélites no me ven, si la historia me desprecia.

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